Por: Sergio Salazar Aliaga
La vi petrificada con
un suspiro acostumbrado de cada guerra cotidiana que ya teníamos acostumbrados,
era aproximadamente las 12 del medio día cuando me quede sin aire, pero cuando
logré por fin aliviar la tensión en mi cuerpo me atreví a preguntarle si lo que
había dicho era real, o era solo parte de mi moderada imaginación.
Ella apelo a su buen
sentido de siempre y ante mi ofuscación evidente me confirmo con una sonrisa
mortal:
Ya no aguanto más
haberte leído tanto sin saber cómo eres.
-¿Y cómo soy? – me
atreví a preguntar.
-escuche la
carcajada- eso no lo sabrás nunca.
La oí buscando sus
llaves, dispuesta a irse.
«Te vas», le dije.
Ella me contesto con
una risa festiva:
«Así es, Sergito»
dijo ella con un gruñido.
Se fue, como todas.
Pues de las tantas mujeres que pasaron por mi vida, y muchas de ellas por solo breves horas, no
hubo una con la cual hubiera insinuado siquiera la idea de permanecer. Hasta en
mis urgencias de amor era capaz de cambiar el mundo para ir a encontrarlas.
Solo cuando recobré
el aliento, tomando un roncito con los amigos en esa larga noche, me di cuenta
de las ansias de verla que tenía y del terror que me impidió quedarme con ella
por el resto de nuestras vidas.
No dejé de pensar con
cierta inquietud que era la primera vez que me veía sin ella a mi lado,
aconsejándome, divirtiéndome y revisando mis artículos no publicados por la
mezquindad de mis ideas, pero no tuve el tiempo para ni siquiera darme cuenta.
Estaba tan metido en mi nueva vida del hombre solitario, que mi único gasto
notable en mi espejismo dibujado fue el de unos cigarros para quitarme el
desconsuelo.
Mi tarea era otra
desde entonces, se redujo a tomar el bar por asalto, y en un embrollo de
suposiciones contrapuestas y de reconstruir el país con charlas y comentarios
clichés de filósofos trasnochados, al margen de todo cálculo político y
sentimental, defendía mi utopía.
Sin embargo, mi mejor
recuerdo de esos días que parecían las mil y una noche, no es lo que hice sino
lo que estuve a punto de hacer, a tal grado que me sentía tan desmoralizado,
que por mi cuenta y riesgo personal, tome el teléfono – y sin contárselo a
nadie la llame- y decidí encontrarla.
Al contrario de lo
que podía esperar, mi moral mejoro, una vos igual a la de tantas conocidas de
mi infancia me saludó sin fórmulas previas:
-Quihubo, gordo.
Dos días después nos
encontramos en un café en la calle Comercio, muy conocida por su fama de
antaño. Pero a las 8 en punto se asustó por la hora y me dejo plantado en la
mitad de la charla.
Volví a tener
noticias de ella al cabo de una semana pero esta vez, con su moral a toda
prueba, no encontró una escusa para impedir mi suplicio encaprichado.
-Solo una cosa te
suplico –le dije- «Una cosa que salió
tan mal en la vida no puede repetirse de nuevo»
-tú no te das cuenta
de lo que es aquel infierno porque vives en este oasis de paz –me dijo-
Era mucho más de lo
que yo podía digerir. Apretando mis labios y mordiéndome los dientes le
adelanté algunas condiciones que me ponía para que acepte mi suplicio para mi
negativa final.
-De acuerdo -dijo ella-, siempre que no pierdas de vista
que tienes en tus manos la suerte de volver conmigo.
No era una buena
noche para decir nada. Pero solo entonces reviví el incidente como una puñalada
por la espalda de un modo tan oportuno.
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