viernes, 11 de diciembre de 2015

EL QUE SE EMPUTA SE JODE


Por: Sergio Salazar Aliaga
La vi petrificada con un suspiro acostumbrado de cada guerra cotidiana que ya teníamos acostumbrados, era aproximadamente las 12 del medio día cuando me quede sin aire, pero cuando logré por fin aliviar la tensión en mi cuerpo me atreví a preguntarle si lo que había dicho era real, o era solo parte de mi moderada imaginación.

Ella apelo a su buen sentido de siempre y ante mi ofuscación evidente me confirmo con una sonrisa mortal:

Ya no aguanto más haberte leído tanto sin saber cómo eres.

-¿Y cómo soy? – me atreví a preguntar.

-escuche la carcajada- eso no lo sabrás nunca.

La oí buscando sus llaves, dispuesta a irse.

«Te vas», le dije.

Ella me contesto con una risa festiva:
«Así es, Sergito» dijo ella con un gruñido.

Se fue, como todas. Pues de las tantas mujeres que pasaron por mi vida,  y muchas de ellas por solo breves horas, no hubo una con la cual hubiera insinuado siquiera la idea de permanecer. Hasta en mis urgencias de amor era capaz de cambiar el mundo para ir a encontrarlas.

Solo cuando recobré el aliento, tomando un roncito con los amigos en esa larga noche, me di cuenta de las ansias de verla que tenía y del terror que me impidió quedarme con ella por el resto de nuestras vidas.

No dejé de pensar con cierta inquietud que era la primera vez que me veía sin ella a mi lado, aconsejándome, divirtiéndome y revisando mis artículos no publicados por la mezquindad de mis ideas, pero no tuve el tiempo para ni siquiera darme cuenta. Estaba tan metido en mi nueva vida del hombre solitario, que mi único gasto notable en mi espejismo dibujado fue el de unos cigarros para quitarme el desconsuelo.

Mi tarea era otra desde entonces, se redujo a tomar el bar por asalto, y en un embrollo de suposiciones contrapuestas y de reconstruir el país con charlas y comentarios clichés de filósofos trasnochados, al margen de todo cálculo político y sentimental, defendía mi utopía.

Sin embargo, mi mejor recuerdo de esos días que parecían las mil y una noche, no es lo que hice sino lo que estuve a punto de hacer, a tal grado que me sentía tan desmoralizado, que por mi cuenta y riesgo personal, tome el teléfono – y sin contárselo a nadie la llame- y decidí encontrarla.

Al contrario de lo que podía esperar, mi moral mejoro, una vos igual a la de tantas conocidas de mi infancia me saludó sin fórmulas previas:

-Quihubo, gordo.

Dos días después nos encontramos en un café en la calle Comercio, muy conocida por su fama de antaño. Pero a las 8 en punto se asustó por la hora y me dejo plantado en la mitad de la charla.

Volví a tener noticias de ella al cabo de una semana pero esta vez, con su moral a toda prueba, no encontró una escusa para impedir mi suplicio encaprichado.

-Solo una cosa te suplico  –le dije- «Una cosa que salió tan mal en la vida no puede repetirse de nuevo»

-tú no te das cuenta de lo que es aquel infierno porque vives en este oasis de paz –me dijo-

Era mucho más de lo que yo podía digerir. Apretando mis labios y mordiéndome los dientes le adelanté algunas condiciones que me ponía para que acepte mi suplicio para mi negativa final.

-De acuerdo  -dijo ella-, siempre que no pierdas de vista que tienes en tus manos la suerte de volver conmigo.
 


No era una buena noche para decir nada. Pero solo entonces reviví el incidente como una puñalada por la espalda de un modo tan oportuno.

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